Nadie puede confirmarnos que somos, aunque todo el mundo trata de decirnos lo que somos. En este ser desnudo y sin etiquetas al que se puede asignar cualquier cualidad —aunque carece en sí mismo de todas ellas— va incluido todo: bueno y malo, positivo y negativo, luz y oscuridad, placer y dolor, palabras y silencio. Ese ser desnudo, según el budismo, está tan desnudo que trasciende los calificativos de ser y no-ser, de existencia e inexistencia o, como se dice en términos tradicionales budistas, está más allá de los extremos del eternalismo y el nihilismo. No se le puede aplicar ninguna de las cuatro posibilidades lógicas: es, no es, es y no es, y ni es ni no es. Escapa a cualquier concepto y los incluye a todos.
Podemos poner en duda no sólo nuestra manera de ser sino también nuestra manera de existir. Por ejemplo, ¿acaso la existencia del yo resulta tan evidente? Ese yo cuya existencia parecía legitimada, para Descartes, por la presencia misma del pensar, ¿en qué zona del cuerpo se halla ubicado? ¿En la cabeza, en el tronco, en las extremidades? ¿Es posible que el yo resida en el cerebro? Si fuera posible trasplantar el cerebro de un individuo a otro ¿cambiaría por ello su sensación de identidad? Cuando se amputa un miembro ¿podemos decir que el yo ha sufrido también una amputación? ¿Cuando cambia la forma del cuerpo, cambia también la forma del yo? Ahora que está tan de moda la cirugía plástica, ¿las personas que se cambian la nariz, los pechos, el color de los ojos, etcétera, experimentan por ello algún cambio en su sensación de identidad? Rotundamente, no. Es absolutamente imposible identificar el yo con ninguna parte del cuerpo o con la totalidad del mismo.
En ese caso, es posible que el yo exista separadamente del cuerpo pero esta posición también parece absurda y poco obvia porque, en tal caso, ¿qué necesidad habría de un yo que no mantiene relación ninguna con el cuerpo?
Entonces quizás sea posible localizar al yo en los sentimientos. Pero éstos, como sabemos, cambian rápidamente, de modo que si un día nos identificamos con el apego o lo que llamamos amor, al día siguiente nos identificamos con el rechazo y el odio. Un mismo objeto o persona puede generar en nosotros sentimientos muy contradictorios a lo largo del tiempo. Por su parte, la vida fugaz de los pensamientos parece demasiado fluctuante para que pueda ser el asiento permanente del yo.
Sin embargo, tampoco parece prudente concluir que el yo no existe en modo alguno puesto que constituye el centro de nuestra vida física, emocional y mental. Sin embargo, es imposible verlo o percibirlo directamente. Sólo vemos sus reflejos, aunque no haya nadie ante el espejo. Es imposible convertir al sujeto en un objeto. Cualquier cualidad que asignemos al sujeto no le pertenece porque las cualidades y las determinaciones pertenecen a la esfera de los objetos.
El yo es una superposición efectuada sobre un flujo de pensamientos, sensaciones, percepciones, etc., más o menos sutiles. Sólo hay que dejar fluir, con la menor interferencia posible de nuestra parte, los pensamientos que sostienen la identificación del yo .
El camino pasa, pues, por la deconstrucción y la revisión de nuestros procesos perceptivos, afectivos y cognitivos. Tenemos que comprender cómo funciona la realidad intentando contemplarla desde diferentes perspectivas y también, en la medida de lo posible, desde ninguna perspectiva en absoluto o, si se prefiere, desde la perspectiva del no-yo. El camino es la duda, es decir, la indagación directa de lo que aparece, poniendo entre paréntesis o en tela de juicio hasta nuestras asunciones más evidentes y cotidianas.
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